Mis vacaciones
de dos semanas fueron en realidad, una nostalgia, provocada por un tercero he
de decir.
No puedo
describir sensaciones que jamás he vivido o experimentado, sin embargo sé
suponer los afectos de las realidades humanas.
—Hace
un mes falleció la esposa de ese señor
que vive ahí, en esa casa de terreno amplio —me dice mi hermana mientras
enjuaga algunas prendas. La tarde en ese momento era de cielo despejado, de
perros echados en la calle mordiéndose el lomo.
—Pobre
señor, creo que hace una semana perdió su trabajo —prosigue mi hermana mientras
yo acierto con un movimiento con la cabeza. La tarde termina su turno y a
continuación la noche llega con sus innumerables ruidos, es entonces cuando veo
subir la calle a un hombre que se dirige a su casa, a esa casa de terreno
amplio. Avanza con una paciencia terrible, se detiene, observa a su alrededor y
justo en la puerta principal recarga su brazo y posteriormente sobre éste, su cabeza con sombrero de paja,
consigo darme cuenta que el hombre está llorando, llora con el clima frio de
costumbre, escupe, se seca las lagrimas con el antebrazo, al parecer es
inevitable, agacha la cabeza y entonces
escucho su llanto. Le comento a mi hermana lo acontecido y ella con gran
tristeza comenta.
—Pobre
señor, de verdad siento mucha tristeza por él, pues su hijo que apenas tenía
diez y siete años, embarazó a su novia, dejó la escuela y se puso a trabajar,
desde entonces al joven también lo noto muy triste, jamás los he visto juntos,
nunca he visto que salga con su “ahora esposa” llega de trabajar temprano y se
va a caminar al parque, alguna vez me lo encontré ahí sentado, arrojando
piedras al azar y cuando, al parecer, se aburre, regresa a su casa, de ahí no
vuelve a salir hasta el día siguiente.
No puedo decir
nada, comparto la nostalgia ajena y sin embargo me siento parte de esa
incidencia. Y así transcurrieron, dos días, tres, una semana y finalmente dos,
en que veía llegar a ese señor con la escena nada gratificante para mi alma. No
soy nada para poder alterar padecimientos del corazón, pero me pregunté ¿cómo
podría superar yo la muerte de mi esposa, más si fue la mujer que amé durante
ese transcurso de mi vida? Por supuesto que no obtuve la respuesta, menos ahora
que lo he repensado. Podría adelantarme a
conjeturar: Llorar, llorar como aquél hombre hasta comprender que la paz se
adquiere a través del tiempo. Y ya entrado en llantos (y no es ironía, como
acostumbro) sino, padecimiento humano, dejo acá el poema de Oliverio Girondo
mientras lo releo acompañado de un timbre de voz inentendible debido a algunas
lágrimas.
Llorar
a lágrima viva...
Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!