viernes, 6 de julio de 2012

TRAS LOS PELDAÑOS


Hoy, costumbre relajante mía, curioseaba por el centro de la ciudad de México, estos día no son precisamente para ejercer esa distracción, bien se puede estar en la casa, sentado sobre el sillón y bendiciendo o maldiciendo las encuestas electorales, tema que últimamente está en reflexión y discusión, no obstante no lamento el no incursionar en ese debate ciudadano porque también es justo respirar a la ciudad en estos momentos, fuera de que si un izquierdista o derechista me gobernará; el pintor y artista plástico, Francisco Toledo hablaba con el raciocinio a partir de muchos años de observación “el poder siempre ha estado en manos de grupos políticos, ya sea del PRI o del PAN, y sin importar quién llegue al poder, aun cuando sea alguien impulsado de forma ciudadana, éste tendrá una serie de compromisos con quienes lo colocaron en el cargo” válgame citarlo, pues ante tal situación, es preciso tranquilizarse y meditar. Pero eso sí, dentro de esta capital, acontecen eventos quizá no de mucho interés general pero sí particular, caso mío, como el de cruzar una avenida sobre una escalera. Muchos se molestarán, el ver cómo gente con complejos de relámpagos se atreven a vencer a los coches atravesando una calle de ocho metros cuando a un lado un paso peatonal se levanta monumentalmente, no digo que yo sea un receloso pero sí un hombre de razón y por demás contradictorio, admito que cuando más joven, confiaba mucho en la agilidad de mis pies, pero últimamente los coches se han duplicado así como muchos malos conductores se lucen en el volante, situación que me ha impulsado a darle uso a las escaleras. No es tan malo subir treinta peldaños y bajar otros tantos, tiene sus ventajas y vaya que son muchas, la primera sería, para la buena articulación, los mexicanos se quejan de sus articulaciones y gastan infinidades en pagar tratamientos; la segunda sería el ejercitar, piernas, talones, nalgas, pantorrillas, pues nos quejamos también de la economía como para pagar un gimnasio, y no solo eso, es decir, que llegar al puente, un panorama distinto a permanecer en la calle, se nos presenta a los ojos, contemplamos una distancia mayor y con mucha más libertad, además de que el mejor lugar que posee el viento es la altura, cabe destacar que en otros lugares es posible darle crédito a los valientes por sus actos suicidas, ya que no todas las escaleras poseen la seducción de pisarlas. Hace tiempo, en Iztapalapa, mientras caminaba sobre una banqueta observaba a una pareja discutir sobre las escaleras, el hombre-novio tenía puesto un pie sobre un peldaño mientras que la mujer-novia se resistía a subir, comencé a caminar despacio, observando a los alrededores y al instante agudizaba mis oídos.
 ̶ Está fea, se mueve al pisarlas y parece tener mucho tiempo, qué tal si estando arriba, se desmorona ̶
̶ Cómo crees, varias veces he atravesado esta escalera y no pasa nada, además mira cuántos coches pasan, esperar a que nos den una entradita para pasar está en chino ̶
Me paré a un lado de ellos, y realizando un sonido gutural indiqué que deseaba subir, se hicieron a un lado, observé cada uno de los peldaños y en menos de un segundo le daba la razón a la mujer, aunque siguiera al pie de la letra las instrucciones ligeras de Julio Cortázar  con “los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente” esa escalera en cualquier momento podría arruinarse y qué mejor que lo hiciera sin cómplices. Decidí continuar mi camino hasta encontrar una nueva escalera donde por fin, tranquilamente aplicara las instrucciones para subir una escalera de Julio Cortázar.

martes, 3 de julio de 2012

Filípica


Imposible me es describirlo de otro modo, mentira sería especularlo armonioso, de lenguaje largo, de sonrisas inquebrantables o de una alegría trascendente. Mi padre fue y es lo que siempre supo ser, de una mirada reflexiva, de unos sustantivos desordenados sin adjetivos, con las manos siempre puestas en el cemento, ladrillos y varillas; mientras a un lado permanecía mi madre, silenciosa, zurciendo pantalones y camisas. Ese hombre permanecía callado, con las piernas cruzadas, se sentaba en el patio de la casa y miraba al horizonte tal vez jamás estuvo en paz con mi madre, y probablemente anheló constantemente su huída — como se mira un deseo sin lograrlo.
Debo decir también que jamás me dijo —te quiero— porque mi padre no tenía tiempo y mucho menos para desperdiciarlo en tres sílabas, si con esfuerzo ablandaba los labios para nombrar a mi madre. Nunca supe ni entendí del porqué su coraje, yo le miraba partir las leñas con un hacha pesada y apilarlas junto a la pared de la casa. En ocasiones cuando ataba la yunta con una seriedad dura como el de los toros, a cinturonazos me ordenaba ayudarlo, con las lagrimas en los labios yo iba tras de él, arrojando las mazorcas para el sembrado. Y si mi madre intervenía por nosotros le iba peor. Recuerdo que una noche, ya todos dormidos, mi padre se levantó, se despojó el cinturón y de un puño cerrado en la cara levantó a mi madre, ésta, llorando intentó defenderse y con la hebilla del cinturón le reventaron los labios, la sangre escurría sobre las cobijas y el lloriqueo de mi hermana menor y el mío armonizaban el cuarto, así el odio me fue conduciendo a alejarme de ese hombre, —no me avergüenzo en decirlo—.
Lo quise, sin duda, pero cada vez que presenciaba esa escena roja, me decía —ojalá se muera pronto, pronto, pronto— y no moría y no moría. A veces mi madre se levantaba a las dos o tres de la mañana y se dirigía a la cocina a llorar, yo, quedito, iba tras de ella y le miraba cubrir su llanto y dolor por el humo de las leñas mientras preparaba el café  y al verme me sonreía con los ojos hinchados y la cara morada, yo la abrazaba llorando, llorando y después me secaba las lagrimas en su falda. Mi padre es y será siempre ese hombre triste, con un pasado jamás expuesto, nunca vi que abrazara a mi madre, era un hombre de emociones cerradas, sabía golpear bien, poseía el arte de la rudeza, jamás dijo palabras hermosas a mi madre, tal vez este último lo heredé bien de él, pues soy un hombre de poco afecto. Alguna vez me cargó sobre sus hombros, pero sólo para cruzar un río gigante —en ese entonces para mí—  y nadamás, después me bajaba y continuaba caminando junto a él, siempre silenciosos. Mi padre de poco amor, me enseñó que se puede odiar de una manera precisa.