Imposible me es
describirlo de otro modo, mentira sería especularlo armonioso, de lenguaje
largo, de sonrisas inquebrantables o de una alegría trascendente. Mi padre fue
y es lo que siempre supo ser, de una mirada reflexiva, de unos sustantivos
desordenados sin adjetivos, con las manos siempre puestas en el cemento,
ladrillos y varillas; mientras a un lado permanecía mi madre, silenciosa,
zurciendo pantalones y camisas. Ese hombre permanecía callado, con las piernas
cruzadas, se sentaba en el patio de la casa y miraba al horizonte —tal
vez jamás estuvo en paz con mi madre, y probablemente anheló constantemente su
huída —
como se mira un deseo sin lograrlo.
Debo decir
también que jamás me dijo —te quiero— porque mi padre no tenía tiempo y mucho menos
para desperdiciarlo en tres sílabas, si con esfuerzo ablandaba los labios para
nombrar a mi madre. Nunca supe ni entendí del porqué su coraje, yo le miraba
partir las leñas con un hacha pesada y apilarlas junto a la pared de la casa.
En ocasiones cuando ataba la yunta con una seriedad dura como el de los toros,
a cinturonazos me ordenaba ayudarlo, con las lagrimas en los labios yo iba tras
de él, arrojando las mazorcas para el sembrado. Y si mi madre intervenía por
nosotros le iba peor. Recuerdo que una noche, ya todos dormidos, mi padre se
levantó, se despojó el cinturón y de un puño cerrado en la cara levantó a mi
madre, ésta, llorando intentó defenderse y con la hebilla del cinturón le
reventaron los labios, la sangre escurría sobre las cobijas y el lloriqueo de
mi hermana menor y el mío armonizaban el cuarto, así el odio me fue conduciendo
a alejarme de ese hombre, —no me avergüenzo en decirlo—.
Lo quise,
sin duda, pero cada vez que presenciaba esa escena roja, me decía —ojalá se
muera pronto, pronto, pronto— y no moría y no moría. A veces mi madre se
levantaba a las dos o tres de la mañana y se dirigía a la cocina a llorar, yo,
quedito, iba tras de ella y le miraba cubrir su llanto y dolor por el humo de
las leñas mientras preparaba el café y
al verme me sonreía con los ojos hinchados y la cara morada, yo la abrazaba
llorando, llorando y después me secaba las lagrimas en su falda. Mi padre es y
será siempre ese hombre triste, con un pasado jamás expuesto, nunca vi que
abrazara a mi madre, era un hombre de emociones cerradas, sabía golpear bien,
poseía el arte de la rudeza, jamás dijo palabras hermosas a mi madre, tal vez
este último lo heredé bien de él, pues soy un hombre de poco afecto. Alguna vez
me cargó sobre sus hombros, pero sólo para cruzar un río gigante —en ese
entonces para mí— y nadamás, después me
bajaba y continuaba caminando junto a él, siempre silenciosos. Mi padre de poco
amor, me enseñó que se puede odiar de una manera precisa.
Una terrible y dolorosa confesión. Abrazos.
ResponderEliminarGracias, la verdad es que la vida siempre se compone de paralelismos, dolor-alegría y de uno depende la solución como diría Buda -el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional-
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